El Mozart del tablero
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El
ajedrez de alta competición es un juego cruel y misterioso. Exige
una concentración exhaustiva, un excedente de inteligencia
(específica para jugar al ajedrez) que se dilapida durante días y
un conocimiento atroz, es decir, más allá de la experiencia humana,
de los desarrollos de todas las partidas relevantes de la historia.
La apertura es decisiva y estresante, el medio juego encierra
complicaciones diabólicas y los finales suelen quitar
el aliento y con frecuencia son frustrantes. Para explicar cada una
de estas fases se escriben tratados enteros, alguno de los cuales se
asemejan mucho a manuales de psicopatología. Una partida puede ser
un vals o una carnicería.
Nada
que ver con la trivialidad del fútbol ni con la frivolidad truquista
del naipe. El tablero tiene un encadenamiento místico, que hizo
exclamar a Nimzowitsch: “¡El peón libre tiene alma!”. Reside en
el estilo del jugador, sea la destrucción creativa de Morphy, la
elegancia cristalina de Capablanca o el clasicismo arrogante de
Alekhine (salió de la cárcel de Odesa después de ganar tres
partidas seguidas a Trotski). Carlsen, primer ajedrecista modelo de
ropa masculina, aporta una impasibilidad cibernética. Un paso más
en la evolución.
fuente: el pais